Guiur y otras conversiones en Israel
Autor: Natan Lerner

La edición de Aurora del 28 de octubre de 2010 trae un artículo del rabino Shmuel Shaish, de Eilat, “a propósito de las conversiones en el ejército”, cuyo título, por cierto ambicioso, incursiona en el inagotable tema de qué son los judíos un pueblo, una religión o ambas cosas. Hay en el artículo afirmaciones con las que coincido, y otras de las que discrepo.
De lo que no hay duda es que el tema es de gran actualidad en Israel -no por razones positivas- y me pareció apropiado tratar de aportar alguna información y algunas observaciones en general. Debo agregar que el comienzo de la aplicación de la controvertida ley sobre brit hazuguiut (pacto de parejas o de convivencia), que no tiene que ver directamente con las conversiones pero sí con el estado personal de individuos que no tienen religión -signifique ello lo que signifique- y que entró en vigor el 22 de setiembre, es estímulo adicional para intentar brindar al lector un cuadro total de este tema. Tengo conciencia de que muchos.
En esta castigada nación, tal vez no lo consideren de gran importancia. Pero la tiene y se vincula estrechamente a los interrogantes del presente y futuro de Israel y los judíos, sean los que sean.
Guiur significa, desde luego, conversión de no judíos al judaísmo. En Israel judíos también pueden adoptar otra religión, y todo habitante puede, en principio, convertirse, es decir, abandonar su religión presente y adherir a otra. Como digo, esto es en principio, y el mismo principio rige hoy en todo el mundo, con limitaciones y dificultades en la práctica. La libertad de cambiar de religión o de creencia está expresamente proclamada en el artículo 18 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, de 1948. Esta Declaración, como es sabido, no es un tratado obligatorio, pero es el punto de partida de toda la legislación positiva adoptada en la segunda mitad del siglo XX en materia de derechos humanos, inclusive la libertad religiosa.
La cuestión fue muy controvertida en el seno de las Naciones Unidas, especialmente a causa de la oposición de los estados musulmanes al derecho de conversión. En 1966, las Naciones Unidas aprobaron el Pacto de Derechos Civiles y Políticos, cuyo artículo 18 proclama “la libertad de tener o de adoptar la religión o las creencias de su elección”.
Esta terminología es menos tajante que la de la Declaración de 1948, pero existe pleno acuerdo entre los comentaristas que ambos artículos 18 tienen el mismo alcance.
La diferencia entre ambos textos refleja la oposición musulmana indicada y el adoptado fue resultado de un compromiso que permitió poner punto final a las discrepancias.
En 1981, la Asamblea General de las Naciones Unidas, después de largas tratativas y superando muchas maniobras dilatorias y la enérgica oposición musulmana y, en cierta medida, comunista, logró elaborar y aprobar la Declaración sobre la Eliminación de todas las Formas de Intolerancia y Discriminación Fundadas en la Religión y las Convicciones. Es una razonablemente buena proclamación de los derechos religiosos e inclusive crea un aparato de puesta en práctica que la torna relativamente efectiva.
Con respecto a conversión, la Declaración usa un lenguaje más flexible que los documentos antes citados: toda persona goza de “la libertad de tener una religión o cualesquiera convicciones de su elección” y “nadie será objeto de coerción que pueda menoscabar su libertad de tener una religión o convicciones de su elección”. Una vez más, el texto fue una transacción, pero tanto los comentaristas como los representantes de los estados miembros de la ONU fueron terminantes en cuanto a la existencia de un claro derecho a cambiar de religión, es decir, a convertirse.
El debate no está terminado y la cuestión de la conversión sigue siendo uno de los obstáculos que impiden la elaboración de un tratado obligatorio sobre libertades religiosas, en una época en que la comunidad internacional ha adoptado numerosos pactos sobre los más diversos aspectos relacionados con los derechos humanos. Se trata de una anomalía fruto del deseo de la comunidad de naciones de evitar un nuevo enfrentamiento.

En Israel
En Israel, en principio, toda persona tiene el derecho de cambiar su religión, y el Estado no debe intervenir ni en la decisión individual ni en la decisión de una religión determinada de aceptar o no a una persona como miembro de la misma. Esto fue claramente expresado en una decisión de la Alta Corte de Justicia en 1993, en un caso denominado Pesarro (Goldstein) contra el Ministerio del Interior, y así lo informó oficialmente Israel a las Naciones Unidas.
No obstante estos principios, en ciertas circunstancias, puede ser necesaria una aprobación formal de la conversión, como cuando la conversión puede causar el otorgamiento de derechos derivados de la religión, como por ejemplo en el caso de la Ley del Retorno, que da ciertos privilegios a inmigrantes judíos y no a otros.
Aquí se presenta una mayor dificultad. Es preciso distinguir entre el reconocimiento de la conversión por el estado secular y sus órganos, y la aprobación de la conversión a los fines de la legislación en materia de estado personal, regida en Israel por la ley religiosa.
La religión de todo habitante ciudadano -o mero residente- está registrada en el Registro de la Población, manejado por el Ministerio del Interior, actualmente en manos de un partido político sectorial y ultraortodoxo. Aquí nace la inconclusa controversia acerca de quien tiene derecho de convertir a un no judío a la religión judía. Alguien señaló que lo que se discute en Israel no es tanto el derecho a convertirse al judaísmo como la cuestión de quién, leáse que clase de rabino, tiene la autoridad para convertir.
Hace dos décadas, la Suprema Corte determinó que un inmigrante convertido al judaísmo por las autoridades comunitarias judías en el exterior, ortodoxas o no, debe ser registrado como judío. En el ya citado caso Pesarro (Goldstein) la Suprema Corte resolvió, por mayoría, que a los fines del reconocimiento de la condición judía de un inmigrante, bajo la Ley del Retorno, el Ministerio del Interior carece de autoridad para negarse a reconocer conversiones no ortodoxas practicadas no en el exterior sino en Israel, pero no llegó a ordenar al Ministerio del Interior a registrar tal persona como judío. Todo esto engendró la dicotomía de que mientras el Estado, sujeto a la ley secular impuesta por el parlamento, debe reconocer la legitimidad de un guiur o conversión no ortodoxo, las autoridades rabínicas, por su lado, no reconocen las conversiones autorizadas por rabinos no ortodoxos. En consecuencia, un individuo convertido al judaísmo puede estar registrado en el registro de las personas como judío, pero no podrá, por ejemplo, contraer matrimonio en Israel ya que el rabinato no reconocerá su conversión.
En 2005, la Suprema Corte, en uno de los pocos casos decididos por 11 de sus miembros, ratificó el derecho a la conversión autrorizada en el exterior por rabinos reformistas o conservadores, y tales conversiones deben ser inscriptas en el Registro de la Población. Pero los ortodoxos no lo aceptan, a la vez que los rabinos no ortodoxos siguen luchando por su derecho a autorizar conversiones, y destruir el monopolio ortodoxo en materia de derechos personales. Que el conflicto no está agotado lo prueban los sucesos recientes.

Guiur en las Fuerzas Armadas
Esto me trae a la delicada cuestion de la conversión de no judíos o judíos dudosos por las autoridades religiosas de las fuerzas armadas, asunto que se viene discutiendo ahora.
No tengo autoridad para opinar si los rabinos militares convierten al judaísmo conforme a todas las normas ortodoxas. El rabino Drukman sostiene que sí; los rabinos ultraortodoxos lo niegan. El gobierno creó una comisión para examinar el tema, pero la comisión se desintegró antes aun de comenzar sus actividades. La cuestión es delicada y lo imporante no es si el proceso de conversión fue perfecto o no. Lo importante es si el ejército debe intervenir en la cuestión y ser un factor en la conversión al judaísmo de soldados no judíos. Que hay tales soldados es un hecho. La mayoría de ellos son inmigrantes o hijos de inmigrantes venidos de Europa Oriental y es razonable pensar que muchos entre ellos quieren convertirse al judaísmo, por razones religiosas o sociales no religiosas.
También es razonable suponer que no a todos les interesa la conversión y que hay quienes no son religiosos del todo y no les importa seguir siendo tales.
Las fuerzas armadas no tienen que desempeñar papel alguno en estas cosas. La conversión, el cambio de religión, es un fenómeno filosófico y emocional, que pertenece estrictamente al ámbito de la conciencia individual. Nadie debe ser coercionado en sentido alguno en estos asuntos. Y el mero hecho de que el ejército, con toda su autoridad moral, su prestigio, su influencia en la sociedad israelí, se tome la atribución de convertir, aunque no aplique presión alguna sobre los soldados, implica coerción, se exprese o no en actos concretos.
Las fuerzas armadas pueden -y aun esto es dudoso- ayudar a un soldado que voluntariamente, por su propia determinación volitiva, por haber llegado a la convicción de que quiere ser judío y actuar como un judío religioso, cumpliendo todos los mandamientos religiosos, desea someterse a un proceso de conversión conforme a los principios del judaísmo. Pero no deben ver en ello un componente de sus cometidos. El ejercito no debe ni convertir, ni delegar en uno de sus órganos esa tarea, ni inducir a la conversión. No es su terreno de acción.
La conversión es asunto de convicciones, es función del libre albedrío de una persona interesada en la cuestión religiosa; en ningún caso el ejército en que sirve debe interferir en la materia.
La cuestión no es, pues, si las conversiones hechas por autoridades militares responden suficientemente a las normas ortodoxas, o si son más flexibles o menos estrictas. La cuestión es que las fuerzas armadas no deben intervenir en la materia.
Cabe preguntar cuantas conversiones autorizadas por el rabinato militar son sinceras y anuncian que el soldado modificará su comportamiento en la vida real. Es muy razonable pensar que no será así. Y aunque no haya coerción individual ni se actúe sobre el pensamiento de cada soldado, la mera existencia de un aparato religioso que tiene a su cargo convertir soldados es una forma de coacción, aunque no sea directa. El ejército es un universo más o menos cerrado y la población militar es más o menos una audiencia cautiva. Por ello la conversión por el ejército entraña una forma de proselitismo indebido.
Este proselitismo actúa en el seno de soldados criados en una religión distinta del judaísmo o no religiosos del todo. Y esto me trae al tema de la ley sobre brit zuguiut, que se relaciona muy estrechamente con lo dicho hasta ahora. Como se indicó, estos pactos entre individuos no pertenecientes a ninguna religión tiene una intención positiva: destruir el monopolio exclusivo de la ortodoxia en materia de derecho de familia. Ello podria ser bueno para la sociedad israelí, si no fuera que la ley deja en manos de la autoridad rabínica decidir quien no tiene religion alguna, como si ello fuera posible.
Como si el Rabinato fuera competente para introducirse en la mente de cada habitante para llegar a la conclusión de que no tiene religión, no de que no pertenece a ninguna de las comunidades reconocidas sino que no tiene religión, que no cree, no importa en qué.
Pero dejando de lado esta enormidad, esta negación monumental de la libertad de conciencia y de la autonomia del individuo, la ley es mala por sus consecuencias prácticas. Sólo se aplica a dos contrayentes declarados sin religión; los ofende no usando la palabra “matrimonio” sino refiriéndose a un pacto de unión esencialmente económico, que la justicia israelí ya reconocía; beneficiará a muy poca gente, sin proporción alguna con las deficiencias principistas de la ley. En resumen, es un vano ejercicio partidario y electoral que está muy lejos de dar respuesta a la necesidad de permitir el matrimonio de personas que quieren contraerlo sin relación alguna con sus convicciones religiosas.
El tema se relaciona desde luego con el de la pertenencia forzada de todo habitante permanente del país a una comunidad religiosa, quiera o no. La ley declara a qué comunidad religiosa pertenece cada uno de nosotros, sea ello conforme a sus concepciones o no. Se puede, es cierto, eludir ser considerado miembro de una comunidad religiosa, pero es muy difícil y esto es tambien una forma de coerción.
Un ilustre escritor judío de la Argentina escribió un libro denominado “Etiquetas a los hombres”. No tiene nada que ver con el tema de este artículo, pero el título es sugestivo en este contexto: el estado nos pone, a cada uno de los habitantes de este país, una etiqueta declarando lo que es, le guste o no, sea verdad o a veces no. Es correcto señalar que esto también existe en otros países, pero ello no significa que sea correcto en sí.
No se debe negar todo mérito a este sistema de las comunidades reconocidas, que permite a las minorías religiosas gozar de una buena dosis de autonomía. En el caso de Israel, la autonomía no es sólo religiosa, ya que abarca también autonomía idiomática y cultural, y esto tiene ventajas desde el punto de vista del interés de las minorías de defender sus particularidades. El tema debe ser examinado a fondo, para adecuar cada situación a las exigencias de la vida moderna, de la igualdad y del progreso, exigencias que no son las mismas que existían en la época del Imperio Otomano, que legó este sistema al Medio Oriente. Ni el Mandato Británico ni el joven Estado de Israel cambió las cosas.

Proselitismo
Es útil agregar a estas observaciones algo sobre el proselitismo, es decir, la instigación, la incitación, la inducción a otros a cambiar de religión. El derecho al proselitismo es función de la libertad de cambiar de religión. Pero se trata de un derecho a veces abusado, particularmente por ciertos grupos cristianos para los cuales convencer a otros a incorporarse a su credo es un mandato religioso. Es justo señalar que la religión judía no tiene interés en ganar adeptos provenientes de otras religiones, aunque algunos grupos judíos, Jabad por ejemplo, tratan de inducir a otros judíos no ortodoxos a comportarse conforme a las normas ortodoxas. No es grave excepto cuando se hace con audiencias cautivas -cuarteles, hospitales, escuelas- o cuando se convierte en el monopolio de un grupo particular.
En Israel el proselitismo no está prohibido, excepto cuando se basa en prebendas materiales prometidas u otorgadas para “ganar almas”.
Una ley nunca aplicada de 1977 pena este tipo de proselitismo con prebendas. Ha habido en el país casos de violencia contra gente de religiones no judías pero, en general, proselitismo no es un problema mayor en Israel.
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Israel tiene muchos problemas. Algunos de ellos son existenciales. No es exagerado sostener que, después de la seguridad y supervivencia del país y la nación, el problema de la fisonomía interna y del abuso de los intereses de fracciones religiosas es uno de los más importantes y requiere estudio y soluciones prontas

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