Para los millones de ciudadanos que tienen el derecho de votar, las elecciones son el martes próximo. Para algunos políticos, el acto cívico ya transcurrió: quieren apresurarse a subir al tren porque de lo contrario no habrá asientos suficientes.
El tren es la coalición y los asientos, evidentemente, son los que corresponden no solamente al bloque que se consolide conforme a los resultados sino los que están ubicados alrededor de la preciada mesa de gobierno.
A pesar de que hace rato que los partidos no se “tiran flores” los unos a los otros, una cosa es lo que dicen para convencer a los potenciales votantes y otra muy diferente lo que piensan acerca de su ubicación futura. Quedar afuera del gobierno no es, en esos casos, la posibilidad de llevar adelante una política opositora conciente y consecuente con la ideología propia sino la pérdida de influencia en asuntos decisivos y, principalmente en el reparto de generosos presupuestos.
Que me llame y voy enseguida
El líder “estratégico” (por llamarlo de alguna manera) del partido ortodoxo sefardí Shas, Arie Deri, en un programa de televisión, efectuó un llamado público al presidente de Likud Beitenu, Biniamín Netanyahu: “Por qué el primer ministro no expresa claramente que Shas es su socio natural para la coalición? Que me llame por teléfono e iré con gusto a su casa para negociar el ingreso a la coalición. El mismo Netanyahu y algunos de sus allegados dijeron que un partido religioso esta en tratativas para armar una coalición con los de centro izquierda.”
La desconfianza es mutua. Personalidades del Likud, no identificadas, por supuesto, aseguran que los partidos religioso Shas y Yahadut Hatorá, podrían recomendar al presidente Shimon Peres que encomiende el armado de la coalición a Shelly Yachimovitch. Aseguran que en estos mismos días, mientras salen con declaraciones a los medios de prensa en el sentido que están dispuestos a continuar en la mesa de gobierno con Netanyahu al frente, tanto Shas como Yahadut Hatorá mantienen reuniones secretas con representantes de Avodá y Hatnuá para el caso que sean ellos los que resulten seleccionados para encabezar el futuro Gobierno.
Hasta acá las controversias y acusaciones suenan legítimas. Lo que sucede es que esconden la realidad: para los partidos ortodoxos, el hecho de no integrar la coalición es el preámbulo de un derrumbe. Ellos presentan esa firme intención de permanecer en el gobierno como un asunto puramente político cuando
en realidad sabemos que no es así. Los mayores intereses son económicos. Si Shas sale del refugio que encontró en los partidos mayores, sea Likud, Israel Beitenu y por qué no decirlo, Avodá, sabe que se quedará sin dinero para financiar la subsistencia de miles de seguidores que no trabajan. Tampoco podrán luchar desde adentro contra la firme voluntad de enviar a los jóvenes de las yeshivot al Ejército, para que el reparto de la pesada carga que supone la defensa del país no recaiga sobre los mismos hombros de las familias sionistas. Ni hablar de los planes de vivienda que aprobó el ministro Ariel Atías y que favorecen, por esas casualidades, a su sector.
En la última semana las encuestas, que solamente pueden difundirse hasta tres días antes de las elecciones dan, con variantes por supuesto, que el bloque de derecha sumado a los partidos religiosos llega a 63 bancas. Esto le asegura, a priori, que será Netanyahu el que reciba el mandato del presidente para armar la coalición. Al mismo tiempo, las agencias de sondeos destacan que más del 20 por ciento de los electores aun no decidieron qué papeleta introducirán en la urna.
Un motivo de orgullo
Otro dato importante es que el porcentaje de abstención será por lo menos igual al de las elecciones pasadas: alrededor de un tercio. Los partidos grandes saben que ello favorece a los pequeños porque reduce el número de votos requeridos para traspasar el mínimo e ingresar a la Knéset.
Es por eso que las diversas agrupaciones intensifican sus campañas que finalizarán 24 horas antes de los comicios.
Más allá de la pobreza ideológica que mostraron, en forma intencionada, los candidatos, dejando temas trascendentes en la oscuridad como para no generar mayores polémicas, una vez más sobresale el hecho que el sistema democrático israelí funciona y es un motivo de orgullo.
Aquí no necesitamos fiscales internacionales que controlen la pureza del acto eleccionario. Nosotros mismos y nuestros representantes en los circuitos electorales son los encargados de que el martes sea una fiesta de la democracia.
La fuerza del ciudadano está, precisamente, en el ejercicio del derecho a votar. Que nadie se quede en su casa o deje de elegir porque le atrae más salir de compras o pasar el día en el parque. El que prefiere esta opción no tendrá derecho, por lo menos moral, de quejarse cuando el gobierno tome decisiones que no sean de su agrado.
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