Joseph Hodara
En estos o en los últimos días – dependiendo del calendario juliano o gregoriano – se cumple un siglo de una revolución que presidió la urdimbre política, militar e ideológica del siglo XX. Olvidando de momento a un Putin hoy interesado en minimizar su trascendencia y de un Trump que muy poco sabe de ella, la honestidad intelectual y los estudios históricos obligan a recordar su indiscutible gravitación en las peripecias de nuestro tiempo.
Sin reservas: nada se asemeja hoy a lo que ocurrió en entonces en un país puente entre Europa y Asia, y muy pocos negarán el influjo que hasta hoy y aquí tienen los volúmenes de El Capital que vieron luz hace exactamente 150 años.
Y más allá de estas consideraciones: la presencia judía – decisiva e infortunada- en este gigantesco viraje.
Podríamos mencionar primero al propio Marx con sus abuelos rabinos por ambos lados, y a Lenin que ignoró deliberadamente el origen judío de su madre. Pero prefiero atender aquí a tres figuras que modelaron y se remodelaron en la Revolución. Se sintieron cerca y hermanados en algunos tiempos y se odiaron sin piedad en otros.
Señalo a Lev Davidovich Bronstein, más conocido como León Trotsky; a su cuñado Lev Rosenfeld que se dio a conocer como Lyovich Kamenev al formar parte de la troika con Stalin; y al hombre que la completó, es decir, Hirsch Appelbaum que prefirió llamarse Grigory Yevseevich Zinoviev. Tres judíos que modelaron la roja Revolución y gestaron en su seno una nueva cultura política; tres judíos que fueron ulteriormente sacrificados con el objeto de legitimar sus recodos y tergiversaciones.
Pienso que las aspiraciones y valores de la revolución rusa reflejaron fielmente una versión del credo judío. Fue ella francamente secular y rebelde pero en dialéctica correspondencia con no pocos preceptos bíblicos. Circunstancia que explica la atracción que ejerció en la formación de este trío que, con los mágicos resortes de la dialéctica, pretendieron hacer cumplir los ensueños de los profetas en una tierra que nunca fue de ellos. Su genuino y salvaje habitante atinó a darles efectiva y mortal lección.
Y no sólo a ellos. Hubo también una afiebrada mujer que traspuso fronteras polacas debidamente disfrazada a fin de traer la redención social a otro país, perseverante enemigo de la agitada Rusia. Pues también la Rosa Luxemburgo percibió la prometida redención bíblica en las páginas de El Capital, y en su día encontró la muerte cuando segura estaba que su adoptiva Alemania habrá de conocer por fin este destino.
Experiencias que deben recordarse, particularmente en últimas fechas cuando desde otro punto del planeta – el jerosolimitano – se proyectan luces allá lejos y cerca en la nueva Casa Blanca poniendo a la sombra a judíos e israelíes que moran en su entorno. Difícil aprendizaje es la Historia. Ciertamente: muy difícil cuando lo recordable se olvida.
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