En una guerra, ¿de dónde surge la paz? Una respuesta inmediata sería que la paz brota de la derrota de unos y de la victoria de otros. El armisticio es signo del agotamiento por una de las partes y de la fortaleza mantenida por la otra. En esas condiciones la paz nace como fruto de una imposición rigurosa, más allá de si al vencedor le asiste o no la justicia. La paz para el vencido es el precio que tiene que pagar por su debilidad final, le tomará tiempo aceptar esa paz y sentir que la guerra haya sido inútil, miles de muertos por una quietud ausente de sentido.
Para el líder derrotado es más sencillo aceptar la rendición que para los soldados que fueron enviados a defender un algo y para las familias que soportaron los efectos demoledores de ese algo; el líder ordena la guerra y el pueblo la hace, como la minoría que piensa el mundo y como el resto gigantesco que acepta, rechaza o dubita, pero que sigue las líneas sin poder pintar una nueva.
“Mi país se rinde y acepta sus condiciones” sería una frase de honor al fin de las cuentas, una frase que no todos pueden decir y que la historia puede hacer trascender. La debilidad es también una forma negociadora para ser inmortal.
Otra respuesta sería que la paz surge del debilitamiento de ambas partes, de la imposibilidad a seguir muriendo, o si se quiere, a seguir matando. El armisticio es signo de una doble derrota. En estas condiciones la paz surge también de una imposición rigurosa pero para ambas partes, más allá de quién tenía o no la justicia de su razón. La paz para ambas partes es el precio que tienen que pagar por su debilidad final compartida, a ambas les tomará tiempo aceptar esa paz y sentir que la guerra haya sido inútil, miles de muertos por una quietud ausente de sentido. Para los líderes derrotados la salida es más sencilla porque no hubo ganador, sólo derrota, se está en igualdad de condiciones, no importa la proporción de muertos.
A los soldados que tuvieron que salir a defender un algo y a las familias que soportaron los efectos demoledores de ese algo se les allanará un poco el camino de la reconstitución afectiva, pues podrán seguir las líneas de la minoría que los envío a la guerra: “No perdimos, simplemente nadie ganó”, una frase reconfortante para los anales de la historia extraviada.
Por imposición de un tercero
Otra posibilidad es que la paz surge de la imposición de un tercero. Este caso es más complejo pues el momento del armisticio es signo de una duda, no se puede establecer ni una derrota ni una victoria. En estas condiciones la paz surge también de una imposición rigurosa y también para ambas partes, más allá de quién tenía o no la justicia de su razón.
La paz para ambas partes es el precio que tienen que pagar por su debilidad final compartida y abonada por el resultado de no poder saber quién salió francamente victorioso. A ambas les tomará tiempo aceptar esa paz y sentir que la guerra haya sido inútil, miles de muertos por una quietud ausente de sentido. Para los líderes neutralizados la salida es más difícil porque no hubo perdedor y no tuvieron una palabra final; se está en una supuesta igualdad de condiciones, pero la proporción de muertos y la cualidad de las muertes impiden un discurso llano. A los soldados que tuvieron que salir a defender un algo y a las familias que soportaron los efectos demoledores de ese algo se les entorpece el camino de la reconstitución afectiva pues seguirán las líneas inconclusas o ambiguas de la minoría que los envío a la guerra: “Resistimos, nunca cedimos”, una frase altisonante para el eco reflectante de una nueva guerra histórica.
Por último está la posibilidad de que la paz surge de negociaciones en una mesa con un intermediario. Este caso es el más complejo. El armisticio es aquí signo de una doble victoria. En estas condiciones la paz surge como una imposición rigurosa, pero a diferencia de las anteriores es una imposición de la voluntad de ambas partes del conflicto; la voluntad impuesta, la ponderación de la justicia de ambas razones. La paz para ambas partes es la valía que tienen que ceder por su fortaleza final compartida de no haberse derrotado.
A ambas les tomará tiempo aceptar esa paz, pero negarán que la guerra haya sido inútil, miles de muertos, sí, pero por una quietud con posibilidades de sentido. Para los líderes concertantes la salida es muy efectiva porque ambos ganaron y tuvieron una palabra final equidistante; se está en una suerte de igualdad de condiciones, y la proporcionalidad de los muertos y la cualidad de las muertes no impiden el discurso
llano. A los soldados que tuvieron que salir a defender un algo y a las familias que soportaron los efectos demoledores de ese algo se les facilitará la restauración afectiva pues seguirán las líneas reconstructivas de la minoría que los envío a la guerra. “Hemos triunfado y estamos en paz”. Una frase para la historia de los egos, pero sedante y refrescante.
Las cuatro opciones
De las cuatro opciones que pongo se puede deducir que la paz no es rosa y siempre surge de una imposición, que los pueblos no deciden ni la guerra ni la paz, y que por más democracia que haya unos piensan y dirigen el mundo y el gran resto sigue. Los cambios políticos parecen hacerse verticalmente, desde los poderes del arriba, fácticos o votados, y no desde el abajo (por ello hay tanta responsabilidad en quien administra el poder).
Sin embargo, no es lo mismo la imposición de la voluntad para ponderar justicia que la coerción, y los de abajo no están determinados naturalmente para ofrecer la administración de su poder colectivo a minorías indolentes o rapaces, o para soportar indefinidamente el peso del abuso elitista no oficial. En el caso del conocimiento es otra cosa, a ver quién se pone a patadas con Einstein o con Leonardo para salir en Nature o en alguna pared de la National Gallery of London.
¿Cómo surgirá la paz entre israelíes y palestinos? Los palestinos no tienen oportunidad de ganar militarmente la guerra contra los israelíes, y los israelíes no tienen oportunidad de ganar moralmente la guerra contra los palestinos. Ambos están atados al fracaso y a la victoria.
Aunque la fuerza subyacente de una guerra es la unión, y en la guerra no hay unión que no haga la fuerza (el intermediario también es contrapartida), en la guerra late una unión extraña, menos aparente y expresiva de la hondura existencial: la absurda interdependencia de los beligerantes, una paradoja para la literatura que nos recuerda el Endgame de Samuel Beckett.
Los beligerantes están tan unidos como lo está el juez del delincuente en un espacio repetitivo; no hay una necesidad per se entre ellos, pero es taxativa; sus memorias se entrelazarán hasta la muerte, o incluso después de ella al heredarlas involuntariamente a sus parientes o a la sociedad. La analogía no debe generar suspicacias, sólo es demostrativa, en el conflicto israelí-palestino cada parte se dice juez, el portador de justicia: el otro siempre es el delincuente, el portador de la deshonestidad, de tal manera que esa cotidianeidad sólo aceita el artejo.
Israel y Palestina están extraña y fuertemente unidos en la guerra. Sólo la paz verdadera, la paz compartida, desharía ese nudo beckettiano, por una simple razón. La paz, como la guerra, tiene un lado furtivo, ésta es capaz de dividir (en positivo o en negativo) tanto como la guerra es capaz de unir (de manera solidaria o deformante).
En todas las guerras los individuos de todas las clases sociales han interactuado entre sí como reflejo del instinto de sobrevivencia.
Después de las conflagraciones, se reestablecieron nuevas divisiones en la distribución de la riqueza y se redefinieron los patrones (insalvables) de poder entre las clases sociales, y esto último a pesar de que pudieron nacer hijos de entre nobles y plebeyos (cuando así ha sido claro está) como resultado del acercamiento al horror.
En su capacidad más positiva de división, la paz libera al ser, su libertad permite el natural ejercicio del yo a no ser lo mismo y ser diferente; la paz puede ser armónica por cuanto es tolerancia a la diversidad, no una simple suma o una coalición de yoes. La paz permite la posibilidad del yo en la diferenciación. La paz divide entonces las posibilidades de ser y desnuda las acciones. (Sobra decir que si el ego trasnocha, la beligerancia se abre camino). Los estados nacionales democráticos, por ejemplo, fincan su paz interior en la división de poderes.
Para israelíes y palestinos la paz justa y compartida traería una división constructiva, un sano alejamiento. Estarían bien separados, cada quién en su territorio y cada cual afrontando su identidad. La paz compartida resolvería con el tiempo la crisis de los sionismos confrontados al interior de Israel y Palestina encontraría una vocación política nueva, una verdadera unidad, y si lo desea un camino democrático, es decir, una división equilibrada de sus poderes. Y todos los líderes podrían decir: “Hemos triunfado y estamos en paz“.
Resolver honesta y racionalmente el problema territorial, saber dividir y tener independencia es paz; pretender unir los territorios en uno solo para uno solo es la guerra. Esto último significaría quedar unidos como el juez y el delincuente en un juicio eterno sin poder determinar nunca quién es quién, un absurdo infierno artificial. El tiempo dirá cómo surgirá ahí la paz y el papel que habrá jugado el poder otorgado de los pueblos a sus líderes en guerra.
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