Cuando leí en el diario que uno de los 400 chicos le pregunta a la madre: “¿Es por mi culpa que nos quieren echar?, sentí vergüenza y dolor.
Echar niños que nacieron aquí, crecieron aquí, sueñan con el comienzo de las clases, con sus compañeros; chicos que hablan hebreo y que nacieron aquí porque sus padres fueron por nosotros contratados para trabajar en diversos oficios, que nos ayudan día a día.
Y como de niños se habla, volví a pensar y reflexionar, sobre las normas y los valores del judaísmo que siempre respetamos, principios educativos dignos de recordar también hoy.
Eran días de atentados y terrorismo, cuando fue el trágico atentado en la cafetería de la Universidad Hebrea de Jerusalén, sentí la necesidad de escribir un artículo que titulé “Que nunca deje de dolerme”, conmovida por la muerte de tantos niños, jóvenes y aún pre nacidos, en ese conflicto que en ese momento no tenía perspectiva de fin.
Escribí entre otras cosas: “Que nunca deje de conmoverme cada chico que se mata, sea blanco, negro, judío, católico, musulmán”.
Yo sé que en manos de los terroristas suicidas, de los inhumanos ataques palestinos, fueron asesinados muchos niños y bebés junto a sus padres, familias enteras en Natania, Tel Aviv, Haifa, Jerusalén; y en los asentamientos entraron las bandas asesinas dentro de las casas y mataron sin piedad. No olvido ni perdono tanta sangre derramada. Pero yo no quiero parecerme a ellos.
Que esta lucha interminable no permita que nos desesperemos y olvidemos los límites de nuestra tradición, que la ética judía siempre nos dictó.
A muchos sorprenderá lo que escribo. Pensarán que cambié de frente. No, sigo siendo la misma judía sionista nacionalista (no le tengo miedo a la palabra nacionalismo cuando de judaísmo se trata) pero también la misma humanista a quien todo lo humano le afecta.
Es cierto que en guerra no se puede ser tan meticuloso y en la batalla caen también inocentes. Pero hay que prever, en lo posible, de no exagerar y no cometer errores, que además, a largo o corto plazo, nos perjudican políticamente.
Que esta larga lucha no desmoralice a nuestros soldados y no se pasen de ciertos límites, normas, en su trato con el enemigo, sobre todo con la población civil.
En su momento, la sucesión de atentados sangrientos, hizo tambalear nuestros mejores sentimientos e intenciones.
Como abuela, como madre, como maestra, me dolió en el alma el hecho de que cinco chicos salieron de sus casas rumbo a la escuela y un explosivo los mató en el camino. Y me afectó doblemente porque el explosivo era nuestro y los niños de escuela primaria eran árabes.
Recordé con cuánta preocupación y cariño, en mi época de directora de la Escuela Herzl, en Buenos Aires, esperaba yo antes de las ocho de la mañana, la llegada de los alumnos, y para cada uno tenía un saludo, una observación si la había, una caricia; era una de mis funciones favoritas.
Y esos cinco chicos árabes no llegaron a destino; su vida fue truncada por los hechos que se estaban viviendo, en perjuicio de todos; la muerte no distingue ideas, religión o nacionalismo.
Y las madres que lloran y se desesperan son madres, cualquiera sea su color. Recordé también que en aquellos días, cuando tres chicos que vivían en los territorios perdieron conjuntamente parte de sus piernas en un atentado terrorista, le pregunté a una madre judía enrolada en un movimiento político si iría a visitarlos al hospital. Me contestó: “No, la culpa es de sus padres por vivir allí”.
Sin embargo, a mí me afectó mucho la muerte de esos chicos árabes y sentí piedad por sus madres, y así contesté a mi correligionaria: “Todas somos madres”.
En una ocasión escribimos “Cuando lo insólito se vuelve cotidiano”. Pero ahora más que cotidiano se vuelve rutina; poco después de informar se pasa a los programas habituales, musicales, aún cómicos; los atentados y sus víctimas pasan a ser estadística y al poco tiempo olvidados.
Sublevan aún más hechos incomprensibles, como la iniciativa de un nuevo grupo, movimiento que se titula “Gush Shalom” (“Bloque por la Paz”), judíos desde luego, alta elite intelectual, “tan honestos” que juntan información en contra de oficiales del Ejército israelí por lo que ellos consideran delitos de guerra, material para presentar en el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya. Cómo puede titularse semejante actitud; no me atrevo a usar la palabra.
Pero hay otro fenómeno ideológico que yo llamaría apocalipsis ahora. Escuché a un joven periodista afirmar que muy pronto, más pronto de lo que creemos no habrá Estado Judío (Israel) por razones ideológicas y demográficas y en aras de la democracia se puede todo.
La alternativa será vivir como judíos en un Estado palestino (si nos dejan) o abandonar el país. Hay libertad de opinión.
Dónde se esfumó el sueño sionista, las estrofas del himno nacional Hatikvá: “Volver a nuestra tierra, tierra de Sión y de Jerusalén”.
Cuando abogué por todos los niños del mundo y entre ellos los palestinos, lo hice porque así sentí en su momento cuando cayeron niños inocentes y así lo sigo sintiendo hoy.
Un refuerzo a mi fe y mi creencia me llegó a través de un artículo en Iediot Ajaronot, de Emuna Elón.
Emuna Elón, periodista religiosa que vive en uno de los asentamientos, pertenece a uno de los partidos de derecha y sus palabras me fortificaron y confirmaron mi orgullo por un legítimo judaísmo de amor al prójimo como dicta la tradición judía.
Dice así: “No a nosotros nos corresponde la venganza. Buenos judíos deben oponerse a atentar contra inocentes. Por agudo que sea nuestro dolor y nuestra protesta no debemos tomar represalia y atacar inocentes”. Son los conocidos preceptos de la tradición judía.
Volviendo a los niños, insisto: me duele cada niño que cae cualquiera sea su color o credo, es triste y doloroso, familias que lloran, estirpes que se truncan, pero ¿lo entenderá el mundo?
Recordemos aquella hermosa consigna: “Si todos los niños del mundo se dieran la mano”.
Y que hoy en Israel en el año 2010 no sean echados los 400 chicos, de acuerdo con nuestra tradición judía y que se haga todo lo posible para que nuestra legislación inmigratoria sea clara y humana con respecto a la mano de obra extranjera que tanto precisamos
Autor: Rajel Hendler
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