En primer lugar, quiero aclarar por qué razón es que están engorrosamente equivocados quienes le atribuyen el “fin de la historia” al movimiento kvutzianista. Quienes sostienen esto, pues, deben despertarse de su eterno descanso de una buena vez por todas. Es que, sin lugar a dudas, aparecen opacados por un fantasma que los ha dejado sin reloj y sin tierra; que los ha extrapolado a los albores del pasado y que los ha desembocado en un sueño imposible de traducir en símbolos reales y en códigos intercambiables en el siglo XXI. No queda otra que ayudarlos.
El kibutz fue el resultado de un campo de ideas y de valores muy anteriores a las formas en que se convirtieron en realidad y que, juntas, hicieron de la segunda alia un paso fundamental para lograr escalar hacia la cima. Una alia masiva que se convirtió en necesaria a la vez que en el medio para generar, por fin, el Estado modelo que habían dibujado en sus cabezas aquellos visionarios y rebeldes adolescentes. Pero no sólo eso. Mucho más allá de todo, estos jalutzim llegaron a Israel para levantar la bandera del sionismo por encima de los pantanos a los que tendrían que enfrentarse a palazos si es que querían construirle un hogar a su exiliado y perseguido pueblo.
Ahora bien, ¿cuál era la ideología del kibutz? O si no, ¿quién conoce acaso un manifiesto ideológico que prevea la creación de kibutzim?
Es que, en realidad, nunca el kibutz fue el “para qué”, sino el “cómo”. Fue, desde sus comienzos, el plan estratégico para transformar las inquietudes del momento en acciones: crear el Estado de todos los judíos del mundo y hacerlo mucho más justo y mucho más igualitario que los lugares de donde ellos venían.
No obstante, esto no quiere decir que el kibutz haya perdido la vida. Puede ser que muchos de ellos hayan tenido que desintegrarse una vez que no pudieron adaptar sus estructuras –junto a sus ideologías- a los tiempos en donde el capitalismo rozaba el piso. También es cierto que muchos modificaron sus propias formas de vivir y de planificar sus comunidades, privatizándolas, con o sin matices, y haciendo “del socialismo para adentro y del capitalismo para afuera”, su insignia. Pero decirle a las miles de personas que siguen viviendo en los aproximadamente 270 kibutzim, de que el lugar en donde viven no es más que un pasado sin sentido, pues, más que ilógico, sería patético.
Pero qué sucede con los kibutzim no define el kvutzianismo, así como jamás en su historia lo hizo. El kibutz fue el resultado de la conjunción entre las necesidades del momento, los valores, los ideales y los sueños de sus arquitectos. El sionismo socialista encontró en este “envase”, como dije antes, el espacio perfecto para mantener su “perfume” vivo, próspero y útil.
Dicho esto, no es el kibutz el relevante ni el único al que debemos concederle el monopolio de los valores e ideales del movimiento laborista: el kvutzianismo es el aroma que sigue candente en el aire, y no el kibutz. El campo conceptual y moral que encuentra en la torá al ser humano como el centro de este planeta; al sionismo como la ideología que lucha por el derecho de la nación judía a vivir junta y a poseer un país propio y próspero, así como a cultivar y a desarrollar su cultura de forma ilimitada; a la justicia social y al tikun olam como las mejores formas de inhalar y de exhalar compromiso con el planeta en donde vivimos en general, y con la sociedad que nos rodea en particular; a los derechos y libertades individuales por encima de cualquier otra cosa en este mundo; a la democracia como un valor y como una forma de vida, además del sistema que debe imperar en nuestra cultura y en nuestra política; a la relevancia que asume la kvutza –el grupo- como forma de desarrollo y de crecimiento individual; y a la paz y a la tolerancia como las únicas formas de lograr que perdure en la práctica el sueño milenario de un Israel judío y democrático, es, sin dudas, la base que sostiene todo lo demás.
Gracias a la coherencia de sus líderes, el kvutzianismo ha sabido adaptarse a las nuevas realidades con las cuales ha tenido que enfrentarse; ha sabido balancearse perfectamente entre los hechos y las utopías. Así como el kvutzianismo de los primeros olim encontró su explicación en el kibutz, hoy la encuentra en las comunas y en los kibutzim ironim, tanto como en un apartamento común y corriente en Tel Aviv, en una kehilat noar en Beer Sheva o en los mismísimos kibutzim.
Que no es el kibutz la bandera de todo lo que aspira este movimiento ideológico, sino la esencia que inspiró a sus constructores es, indudablemente, una gran verdad. También lo es que el kibutz fue, y es, un orgullo israelí tanto como un modelo histórico de “socialismo real” a nivel mundial. El jalutz paradigmático de pala en la mano, tierra en la cara y jultza en el pecho, no es más que una foto inolvidable en cada uno de nuestros corazones a la hora de educar y de vivir por y para estas ideas. Pero adjudicarle una mitología inexistente, y por ende, razonar que para revivir el kvutzianismo en el siglo XXI hay que viajar hasta el cementerio, es un retrogradismo ciego que sigue abogando, ilusoria y nostálgicamente, por un retorno a un pasado que fue “mejor y mucho más ideológico”. El becerro de oro debe ser cambiado por comprensión de cambio y, sobre todo, por aceptación de las circunstancias que nos acechan. Si no, pues, el ancla nos trancará en el ayer por y para siempre, y viviremos rodeados de fantasmas.
Hoy en día, deben actualizarse los medios para impactar el kvutzianismo en la sociedad si es que se pretende vigencia al mismo tiempo que coherencia. Educando y contribuyendo en nuestro planeta es que podemos lograr el cambio que abogamos: haciendo de la esencia que nos conforma y del contenido sobre el que vivimos, una ideología que se corresponda con el mundo a la vez que con sus ideólogos; y con su pasado -y sin sacar los pies del piso-, a la vez que con su futuro.